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Supermercado
Macri dice que Argentina tiene que ser el “supermercado del mundo”. ¿Qué es un supermercado? Es el templo en el que se rinde culto a la mercancía. El valor de sus habitantes está marcado en efectivo o en tarjeta, en última instancia en dinero. No se conversa casi nada. No se relacionan las personas más que como paseantes de góndolas.
Es el reino de la imagen (el packaging), el sitio en el que se miden los efectos del marketing publicitario. La dura e insensible materia que son los productos viene revestida de gloria por las propagandas de la televisión y luce elegantemente ataviada como para atraer la mirada del paseante. No conocemos la cara del dueño, del que toma las decisiones (mercantiles) que nos atañen a todos. No hay amigos, compañeros ni ciudadanos. Solamente consumidores.
Mejor no pensar lo que significaría “supermercado del mundo”. Es decir la patria reducida al espacio en el que el mundo consume. Nadie produce en un supermercado, no? Bueno, hay algunos que producen sus “propias marcas”. Pero la producción, en este caso, es subsidiaria del consumo. Se dirá “siempre la producción está subordinada al consumo”, así son las cosas del capitalismo. Pero imaginémosnos un país que solamente produce un puñado de mercancías que compiten sobre la base de disminuir sus costos. ¿Con quién compiten? Con las grandes marcas de las principales empresas locales e internacionales que son las que predominan en cualquier supermercado del país y del mundo: la producción argentina subsidiaria de las principales empresas globales. La producción acomodada plácidamente (una vez más) al canon de la división del trabajo global dictado por los poderosos del planeta.
Un país supermercado es económicamente una colonia. Y socialmente un “no lugar” como diría el famoso filósofo Marc Augé que es famoso gracias a esas dos palabras. Un no lugar, un mero tránsito de un lugar a otro, un vacío social, una ausencia de mundo. Es un no lugar que corporiza la civilización del dinero en la que vivimos. Que subordina todo el resto a la guita. No he visto nunca que en el supermercado alguien vaya en auxilio de un semejante visiblemente retrasado en la competencia de quién compra más. No he visto nunca que un grupo de consumidores se reúna frente al cajero para hacer un reclamo colectivo. Podría ocurrir pero no sería más que una fugaz invasión al no lugar, de la sociedad que está afuera.
El país supermercado es la muerte de la solidaridad. La resignación definitiva a no ser más que un conjunto de individuos en guerra permanente por nuestra magna capacidad de consumir artículos sin lo cual simplemente no pertenecemos, no existimos. No importa que en el supermercado entren todos: eso, por otro lado, no es lo que ocurre. Lo que importa es lo que hay en las góndolas para los que (todavía) podemos comprar. Y cuanto menos pueda comprar el otro, mejor se cotiza mi capacidad de comprar, me trae más prestigio y más placer. A esa resignación conformista a la muerte de cualquier mito igualitario o solidario se suma la resignación a la dilución práctica de la nacionalidad. ¿Qué puede significar la nacionalidad en un supermercado? ¿Quién cree que es importante la nación donde se fabrica un producto equis y las naciones a los que ese producto se vende? ¿A quién le importa cómo vive el trabajador que los produce?
Macri se propone intercambiar con el mundo la riqueza de nuestro suelo y nuestro subsuelo por el consumo insatisfecho de artículos prescindibles que tienen los buenos consumidores de acá. Es decir la capacidad que hay en una parte de nuestra población de compensar el consumo social disminuido por la crisis en los países centrales. Deuda y más deuda para alimentar al circuito financiero global. Invasión de productos extranjeros. Burbuja de consumo intenso para un sector de la sociedad, capaz de abarcar a algún segmento de la clase media que quede más o menos bien colocado en medio del ajuste. Imagen, mucha imagen. Para crear la sensación de que el reino del feliz supermercado en el que todo está a nuestro alcance nos abarca a todos. Y, por las dudas, como en todo buen supermercado, que las voces de los que quedan afuera sean inaudibles.
Me gusta más “la patria es el otro”